sábado, 28 de febrero de 2015

El arte de mandar

La magia atrae por su imagen popular e infantil de modo de lograr cualquier deseo.

 


Mientras que la religión ofrece un modo de comunicación con lo divino, a partir del reconocimiento de la propia dependencia, necesidad o agradecimiento, la magia incluye la voluntad, el propósito o quizás el capricho.

El mago o maga es un personaje sabio que no se limita a la intermediación del sacerdote, sino que, aparentemente, doblega a las entidades para sus propios fines.

El bautismo o iniciación cristiana confiere la dignidad de sacerdotes, profetas y reyes a quienes la reciben. Al producirse mayormente siendo bebés y de manos de operarios incrédulos, sus efectos se diluyen en un acto social y comunitario.

Si a esto añadimos la falta de retroalimentación de lo sagrado en una cultura materialista y el desengaño del resto de convicciones imbuidas por la hipócrita educación temprana, cuando se presenta la necesidad de alinearse en el mundo real, la mayoría se decanta por servir al dios Dinero o al dios Poder. Así se abandona la formación y los contenidos trascendentes. Este es el triunfo del materialismo sobre la espiritualidad.

Cuando los objetos proporcionados por el Mundo se ven impotentes de dar respuesta satisfactoria frente a las demandas de los tres mensajeros divinos -enfermedad, vejez y muerte- se vuelve hacia las nuevas formas trascendentes para buscar refugio.

La búsqueda se retoma carente de dirección, método y coherencia, en la mayor parte de las propuestas. Con el constante peligro para la salud, la razón, la fe e incluso la vida. Las guías seguras son escasas, los mapas incompletos y el acecho de la realidad consensuada, azuza el engrandecimiento del ego, siempre caprichoso, vanidoso e inseguro, por más que se presente como firme, potente y dominante. Pero cuenta con el apoyo una sociedad construida con sus valores, una sociedad egoísta, dispuesta a validar la supremacía de sus propuestas insidiosas en todas las esferas de expresión.

Así junto a los incorporados mandatos infantiles, coexiste la fantasía de omnipotencia y el deseo de transformación, en una pugna latente o explícita: quiero y no quiero, puedo o no puedo.

La realidad de adultos es otra. La iniciación mágica proporciona un nuevo sentido a las herramientas incorporadas de serie en nuestro equipaje. El instinto, la sabiduría, la percepción, la curiosidad y la osadía, ya no son mitos. Son facultades indestructibles, inasequibles al desaliento y motores para desplazarse por el camino único que nos es propio.

Dicen que el arte de mandar es saber dar las órdenes a quienes está dispuestos a obedecerlas. En la práctica de la magia se aprende que su eficacia va ligada a la capacidad para elegir que deseos o propósitos queremos que se realicen.

El discernimiento se ejercita con los inevitables errores y la meditación es fiel consejera. El silencio reconstruye nuestro entorno para redescubrir nuestra esencia y voluntad. Las adversidades conforman el paisaje y la ruta, por momentos, es magníficamente clara. Entre las nieblas inevitables y las oscuridades tenebrosas, crepúsculos de coloridos intensos expanden la conciencia de un centro particular no desconectado del resto de centros particulares. La aceptación de la unidad y la aceptación de la aparente multiplicidad se conjugan con asaltos de separatividad.

Es difícil sustraerse a la inevitable caducidad de todo estado de lucidez que reclama deseos de aferrarnos a esos instantes de comprensión, de pertenencia. Algo en nosotros quisiera permanecer. Pero como ya hemos descubierto que nada podemos por nosotros mismos y que hasta la propia noción de identidad está contaminada por el constructo egoico que opera tanto en lo interno como en lo social, optamos por la rendición.

El mago sabe que su caminar como mago no es más que un disfraz, un atuendo provisional para acomodarse a un universo en guerra. Vivimos en un campo de batallas milenarias entre dioses, energías o seres. Y en cada una de ellas servimos en posiciones diversas. No siempre podemos elegir. Pero elegir es de las pocas opciones que tenemos. Así, a cada puerta que atravesamos, nacemos a una configuración cambiante. En cada nivel del juego nuestro avatar cambia y se expresa en diversas modalidades. Tenemos existencia nutrida con vidas y vidas de cambio incesante. Con cada personaje disponemos de facultades y la opción de adiestrarnos en su uso. Ahora lujuriosos, ahora castos. Ahora perezosos, al instante diligentes…

Habitamos un ser que también es una encrucijada, un campo de batalla poseído por unos y anhelado por muchos. Vamos alimentándonos de otros y otros se alimentan de nosotros. Eso nos desprende de cada posesión, querámoslo o no, y nos arroja a una depredación continua. Y cuando, como Ouroboros, nos devoramos a nosotros mismos, podemos atisbar la fantasía de que no somos el objeto, sino la onda que lo mueve. Como péndulos de colores bailando la ola y siendo espectáculo asombroso para el observador privilegiado. 







La experiencia de ser ola, vibración, continuidad sin solución desde el origen del universo en un mar cósmico de seres y objetos, animados momentáneamente por el seísmo temporal, es un prístino estado tan, pero tan esencial, que nos borra toda creencia (gategate, paragate, parasamgate, bodhi svaha…) y nos despoja vertiginosamente en la energía oscura del No ser más allá del ser.

Hasta que cesa y cambia: Volvemos a encarnarnos, a reencargarnos de nuestra particularidad, sabiendo sin ningún atisbo de duda, de que también eso volverá pues era y es, una puerta más, un pórtico inevitable en el sendero elegido osadamente en este estadio de la batalla. Y agradecidos o decepcionados, tanto da, nos consagramos al servicio del alma colectiva del que somos parte. Siempre solos, siempre ineludiblemente juntos… hasta el próximo y terrible pórtico.

Ahí nos vemos.