viernes, 30 de diciembre de 2016

La Puerta de los Dioses

Cuando dos planos se intersectan generan una línea.


La intersección de tres planos definen un punto cero.

Con centro en ese punto generamos una esfera de radio unidad.

Esta invocación del centro esférico es una construcción geométrica de indudable valor para disponer de un modelo simplificado con el que construir analogías con el mundo real.

Si tomamos la intersección inicial de la primera línea como una vía de entrada a la esfera y la denominamos nodo, nudo o puerta, ya tenemos la analogía que buscamos.

Sí la esfera simboliza La Tierra, un plano es el del Ecuador terrestre y el otro el la Eclíptica (plano de traslación de nuestra nave Tierra en torno a El Sol), aunque en este caso no son perpendiculares, sino que tienen un ángulo de poco más de 23º, ya tenemos definidos cuatro puntos clave.

Los dos de entrada y salida de la línea  respecto a la esfera, serán los correspondientes a los equinoccios, y los dos de máxima distancia al plano ecuatorial, serán los solsticios.





Desde la perspectiva terrestre del hemisferio convencionalmente llamado Norte, cada cultura ha denominado a esos cuatro puntos de un modo singular. Puerta, pórtico o portal son expresiones muy adecuadas. También vado, ventana o cualquier otra expresión que aluda a un paso entre ámbitos diferentes, al igual que sus correspondientes ordinarios de la naturaleza o la arquitectura.




Y los momentos en que El Sol está en alguno de ellos son vistos, con bastante acierto, como visitas de La Luz, como pasos franqueables entre el mundo local y el vasto cosmos. De ahí que macrocosmos y microcosmos no son realidades excluyentes sino conectadas. Y aunque nuestra experiencia peculiar como residentes del mundo local, abstraidos con la hipnótica demanda de la realidad cotidiana, sea responder a las exigencias del entorno, en esos momentos es el macrocosmos el que se hace notorio en nosotros.

Ventanas de oportunidad para que nuestra dimensión extra-terrestre sea percibida y experimentada.




Y precisamente por esta universalidad de la experiencia, todas las culturas y civilizaciones han elaborado procedimientos rituales para participar de estos acontecimientos.

Algo que nos caracteriza como especie, es nuestra respuesta organizada a los acontecimientos cósmicos.

Otra característica de la vida humana es el uso de la polaridad para dotar de significado a nuestra existencia. Siendo la polaridad algo natural, la vida se sirve de ella para existir.

Ese es el pequeño secreto que albergamos todos en nuestro interior. Y no es una frase poética.

El corazón nace como un mecanismo primario de intercambio eléctrico entre sustancias simples que, a partir de unas diferencias de potencial eléctrico, se convierten en descargas generadoras de algo que acabamos por olvidar: el incesante latido que nos permite vivir en estos frágiles cuerpos.

Tomado del blog de Clarisa Angulo


Y del latido, el movimiento. Y del movimiento, la conciencia. Y de la conciencia, la aticipación y el recuerdo, desplazamientos virtuales en el eje temporal.

Y de la intersección entre pasado y futuro, la autoconciencia; función crítica, inasible y transitoria. Germen de la individualidad, del genio y del sufrimiento. Centro inestable y perverso que en su afán demandante de recursos origina el pecado del provecho, la tiranía de la autosuficiencia y la debilidad del parasitismo.

Nadie consideraría extraño que un cuerpo humano en la proximidad de un reactor nuclear se deteriore. Esa es la naturaleza del poder. No hay moral aquí, sino imperio de las leyes naturales.
Por ello reconocemos en todo poder no sólo su capacidad generadora y transformadora, sino también destructora.

Y por eso la vida se puede dar en La Tierra, más exactamente en la parte interior de su escudo protector del inmenso poder radiactivo de la estrella solar y de los otros millones de fuentes de radiación del universo. Pues la lección es evidente: al poder se le combate con el escudo de otro contrapoder. Olvidar esto es condena a la entropía.

Volvemos así a la polaridad, a la aparente oposición, que no es más que el juego natural de la circulación de la energía. Regla básica del universo. Energía vibrante que se ralentiza y espesa. Estratificación que genera mundos locales y transitorios en los que experimentar el juego de la energía que se materializa y de materia que se energetiza.

Y en este juego, aparición de las vidas como resistencias a la descomposición. Y con la existencia olvido de la vida que la originó.

Así pues, vastedad a nuestros lados, sobre nuestras cabezas y bajo nuestros pies. Vastedad en nuestro interior. Y vértigo, mucho vértigo ante la incertidumbre de la vida. De su capacidad para resistir el poder destructor de la radiación expansiva de la luz, de las diversas luces, visibles e invisibles.

Como solución, el olvido. La ausencia y el desprecio al todo. La concentración obsesiva en la recompensa del placer y en el gusto del instante. Nos volcamos en construir. Construimos con denuedo un universo local ordenado, predecible, categorizado y absorbente. Existimos y decimos que vivimos.

Genes usando cuerpos para desplazarse en el tiempo, para conservarse en especies que sobrevivan a toda costa.

Cuerpos usando genes para reproducirse, para reconstruir vehículos biológicos que luchen contra las volubilidades del entorno y la degradación a que los somete las agresiones del tiempo.

Tomado de sustainable pulse


Y asociaciones de cuerpos depredadores que no cesan de devorar para subsistir contra las inclemencias.

Familias, clanes, tribus, civilizaciones... hay que explorar cualquier sistema que permite mantener encendida la antorcha, que permita seguir avanzando en el camino viajero de guerrear contra la aniquilación.



Y de ahí los ritos, la expresión de una voluntad de cohesión transindividual que nos recuerde nuestra pertenencia a un holon mayor. Que nos recuerde que nuestro planeta no lo es todo, sino parte de un sistema que, si no nos destruye, nos hará mas fuertes.

Y en las cuatro puertas rendimos tributo a esa pertenencia. Y nombramos específicamente a la puerta del solsticio norte como Puerta de los Dioses, rememorando así las veces que la luz nos ha nutrido, las veces que el Verbo, el Logos Solar, se ha hecho carne, y ha habitado entre nosotros. Cada vez con un nombre y un cuerpo, con una anécdota y una biografía, pero siempre con el mismo espíritu. El Espíritu tamizado de la radiación cósmica que nos originó y que nos habita. Y en el que habitamos, pues nuestro ser es su Ser.




Y por eso, también celebramos la anticipación de su próxima encarnación. Cada vez más cercana por más que incierta.

Y también celebramos el paso por este portal, deseándonos mutuamente que se encarne en cada uno de los corazones, su lugar natural de residencia, para que desde allí manifieste su gloria.



Y cantamos y festejamos, nos agasajamos y convidamos, sofocando la frustración con la embriaguez del olvido. Expresamos así la polaridad de nuestro destino de especie, irrenunciable e inalcanzable, con la evidencia de nuestro destino particular de extinguirnos en brasas agonizantes.

Y nos contamos historias que los narradores ensalzan como vestales que mantienen llamas sagradas encendidas en los templos. Porque hemos hallado el modo de trasladar la luz al arte de narrar... pero esa es otra historia.