lunes, 14 de diciembre de 2020

La noche oscura del alma, una ventana de oportunidad

 En el camino tradicional de reencuentro de la coherencia individual con el ente mayor del que formamos parte, se ha descrito de muchas maneras una fase con la que los aspirantes se han encontrado.

Es común en todas las culturas, aunque en occidente se reconoce a Juan de Yepes como el que mejor la ha descrito ya hace siglos. Este, distinguido como santo católico con el nombre de San Juan de la Cruz, es uno de los poetas más encumbrados de la literatura universal.

El pasaje de la noche oscura del alma, permítaseme la simplificación, es aquella fase del camino a la unión con Dios, en la que este desaparece. Es lógico, a la luz de los conocimientos actuales de psiconeurobiología, que se de este fenómeno. Me explico.

En el camino místico en el que se le atribuye al ser humano un componente sutil denominado alma, con una naturaleza divinal que aspira a la unión con su creador, hay un denominador común: es una narrativa personalista. Se le dota al alma de un carácter individual, tanto como a la personalidad vinculada a lo corporal, así como a la propia divinidad se le atribuye un carácter personal. En palabras corrientes, puesto que es una narrativa, se establece un diálogo entre las partes, puesto que todas ellas son personas a las que se les atribuye la capacidad de comunicarse desde un sentido de identidad. Pero hoy en día sabemos que todo esto forma parte de la aplicación de una facultad sorprendente que poseen algunos animales, especialmente los simios y de modo singular los humanos: la teoría de la mente.

Esta denominación, traducida del inglés, puede resultar confusa a primera vista porque en este contexto, teoría no significa tanto una hipótesis, como la propia facultad de generarla. Dicho de otro modo la teoría de la mente hace referencia a la capacidad de establecer un sistema lógico, con base empírica y capacidad de establecer premisas especulativas acerca de la realidad. Por tanto, al menos en un lenguaje más coloquial o divulgativo, podemos entender mejor la teoría de la mente como la facultad mental de teorizar acerca en uno mismo y en los demás sobre una identidad personal reflexiva y autoconsciente.

Una de las consecuencias prácticas de que los humanos tengan teroría de la mente es la tendencia a establecer diálogo con todo aquello que se presenta a su experiencia. Específicamente, mediante la educación que recibimos, se nos enseña el modelo cultural y sus delineamientos, creencias y axiomas incluidos. Así, habitualmente, damos por sentado que los demás tienen conciencia de sí mismos tanto como nosotros y que, por tanto, sus procesos cognoscitivos son similares. Esa es la suposición teórica que nos posiciona para poder comunicarnos con nuestros semejantes.

En un segundo nivel, aprendemos a establecer este diálogo con todo aquello a lo que atribuyamos entidad. A diferencia del enfoque científico que hablamos de la energía y sus formas, es la base en la que se sustentan todas las religiones y creencias que personifican a la divinidad, sea esta única (monoteísmo) o múltiple (politeísmo, panteísmo). Es el gran salto entre la contemplación frente al despliegue de la existencia (contemplatio) que da paso a expresarnos en voz alta, sea de fórmulas proporcionadas (rezar, recitare) o de nuestra propia expresión (orar, oratio),  incluso creyendo posible el dialogar, esperando por tanto una respuesta entendible de la otra parte.

Es en este contexto de un dios personal que se comunica con el humano, constituido a su vez por una parte de origen divino que aspira al reencuentro, en el que se produce un camino místico de retorno y dentro del cual el diálogo tiene un peso muy importante.

En la medida que todo esto no responde a una realidad sino a una narrativa generada por los individuos y acumulada en los siglos, cuando en las alturas alcanzadas por el alma en su exploración de los niveles sutiles, llega un momento en que no encuentra al hasta entonces hipotetizado amigo invisible con el que se dialogaba.
Los místicos, sean hombres o mujeres, describen esto de modo metafórico como dejar de sentir la mano que los guiaba, y también como la noche oscura del alma. 

 Son notables los testimonios descriptivos de esta fase tanto en San Juan de la Cruz como en Santa Teresita de Lisieux, ambos doctores de iglesia católica. 

Aquí tenemos el cielo natal, aproximado pues carecemos de hora exacta, del nacimiento de Juan de Yepes.


 

En él podemos ver elementos significativos de su temperamento: la empatía del Sol en Cáncer, el gusto por la aventura y descripción de la Luna en Sagitario, la determinación de la conjunción Saturno y Marte en Escorpio. No es momento para un análisis más extenso del tema natal, donde justificar la hora propuesta, basta con resaltar su minimalismo físico unido a su gran capacidad de cooperación. De todos es conocido que su función reformadora del Carmelo la llevó a cabo a partir del encuentro con Teresa de Ávila. También es notoria su aspiración espiritual y mística, tal como sugiere el nodo norte lunar.

 Aunque la singularidad de su genio puede venir reforzada por la extremada declinación de tres cuerpos, Mercurio, Plutón y Luna, junto a la máxima declinación Solar. Estas posiciones metatropicales, tal como habitualmente nos recuerda Esmeralda Varon en su blog Mercurio estacionario, suelen marcar personalidades excepcionales en su capacidad de mostrar los recursos asociados a los símbolos de los planetas en tales posiciones. En este caso, no se puede negar la notable importancia de los tres conceptos vinculados: alma (Luna), comunicación (Mercurio) y transformación (Plutón) con la biografía y la obra del insigne poeta y místico.

 Pero siguiendo con el tema propuesto, la noche del alma se nos presenta como una iniciación por la que pasamos de sintonizar con el aspecto sensible o concupiscente del alma, mediante una gran sequedad, a una nueva etapa de madurez en el camino espiritual. Y aquí es donde aporto mi aplicación del concepto visto de la mente teorizadora. Llega un momento en la práctica que la desaparición de los llamados consuelos, que en cierto modo refuerzan la sensación de respuesta por parte de Dios en el esquema infantil de diálogo con el establecido en las fases iniciales, arroja al peregrino a un desierto, a la privación de las respuestas esperadas, lo cual lleva a muchos al abandono del camino, sea por la pérdida de la fe en el dios personal, sea por la pérdida de la confianza en las propias fuerzas. Más para los que perseveran aparecen nuevas opciones.

Por eso el concepto de ventana de oportunidad, es decir, momento apropiado para determinada acción o transformación. Lo que en el lenguaje tradicional de la sabiduría perenne se denominan iniciaciones, son momentos de metanoua, de cambio de coordenadas, que al ser realizados nos reposicionan tanto respecto a nosotros mismos como respecto al universo real e imaginado. Este proceso es gradual en tanto viene acompañado de una preparación en la que se barrunta el cambio venidero, pero es brusco en el momento que se produce la operación transformadora. A partir de las nuevas coordenadas, del nuevo punto de vista con el que se referencia la existencia, todo es novedoso y lo viejo deja de tener el valor que tenía. Es un auténtico cambio de paradigma.

Estos procesos, aunque variados y muy diferentes según los campos en los que sucedan, son análogos entre sí, por lo que estudiar, experimentar y asimilar uno de ellos, nos servirá entender el resto.

Es muy útil tomar como referencia los procesos cósmicos pues aportan cierta objetividad y predicibilidad que contiene el potencial de reducir las tópicas mistificaciones y confusiones de nuestra subjetividad personal o asimilada del entorno cultural que nos alimenta. Aunque no estén exentas de añadidos de interpretación, es relativamente fácil identificar su realidad subyacente.

Veamos el ejemplo del tiempo presente. El solsticio de invierno boreal corresponde con la menor latitud del Sol respecto al observador del hemisferio norte del planeta, y por tanto, simbólicamente, corresponde a la máxima elongación de la onda solar anual aparente.

En la medida que los conocimientos técnicos suelen ser privilegio de unos pocos, la religiosidad popular, mass media de la civilización, se encarga mediante las celebraciones litúrgicas, el santoral y demás significaciones, de hacer accesibles tales conocimientos a la gente común.

Esto es bien conocido y experimentado por todos, aunque de ordinario no asociamos tales ritos y costumbres con las realidades cósmicas que les dan origen y significado.

En el caso de los solsticios, para el común de las tradiciones vienen marcados de modos simétrico tanto en el de verano como en el de invierno. En junio, el día 13 se celebra la festividad de San Antonio (otro doctor de la iglesia), que abre el periodo aplicativo en el que el Sol se aproxima al grado cero del signo Cáncer, y la festividad de San Juan, el día 24, que cierra el periodo separativo. En este tiempo se exalta la importancia de la luz solar con diversos ritos, celebraciones y costumbres populares, normalmente asimiladas de periodos anteriores al cristianismo. De modo similar, el 13 de diciembre se celebra el comienzo de la horquilla del solsticio, con la fiesta de Santa Lucía y aprovechando el significado de su nombre y la proximidad del solsticio, no solo se la considera patrona de la vista, modistas y escritores, sino que abunda el refranero en dichos a colación: Por Santa Lucía, mengua la noche y crece el día, lo cual no es exacto, aunque otro refrán dice que por Santa Lucía achican las noches y agrandan los días, primero a tumbo de piojo, luego a paso de gallina. En cualquier caso, la referencia al solsticio seguirá hasta la celebración de la noche buena en la que la antigua creencia de que la divinidad se encarna durante el solsticio de capricornio, se eleva a la máxima expresión con el humilde nacimiento del Logos solar o Hijo de Dios, como avatar histórico de toda una época.

Todo ello hace referencia al esperado cambio de paradigma que sucederá en el momento en que tomamos conciencia de que dependemos de la luz y radiación solar para estar vivos y que su aparente declinación, tiene un límite desde el cual volverá para vigorizar nuestra vida y por tanto, nuestro agradecimiento, por su presencia. Este fenómeno natural y sagrado se nos presenta como algo lejano en estos días en los que la luz artificial ha venido a crearnos la falsa sensación de que nuestras vidas dependan de la energía proveniente del Sol. 


La noche oscura del alma o ausencia de los consuelos divinos es la oportunidad de tomar una conciencia más cabal de nuestra propia esencia y existencia, la cual forma parte indisoluble del planeta que promovió la evolución humana y su equilibrada relación con el sistema estelar al que pertenecemos y que en tiempos significativos como estos del solsticio, nos abre la ventana a una concepción realista y humilde de nuestra real posición en el engranaje cósmico. 

Este mismo entendimiento nos facilitará otros cambios de conciencia análogos que precisamos llevar a cabo en nuestro proceso de maduración personal.

¡Feliz solsticio!


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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